Hace varios años tuve la oportunidad de conocer a un niñito que se cayó tantas, pero tantas veces, que su rodilla ya no tenía costra, sino una fractura expuesta. La primera vez que lo vi, el huesito que recibía la luz del sol me recordó a las antenitas de un caracol, tímidas y cautas frente al hostil mundo fuera del caparazón. Era como si una parte del cuerpo del niño, aquella protegida por el extenso órgano de la piel, hubiese luchado por ganarse un lugar en el exterior para gritar a pulmón abierto todas las injusticias que ocurrían allá, en el lugar de donde venía. Pero el huesito olvidaba que no tenía voz, y que su incursión al exterior sólo le producía dolor al pequeño y moreteado niño de las caidas.
En esta lucha el pequeño debía tomar partido. Era lógico, dado que tenía sólo dos opciones: soportar la rivalidad entre sus dos esferas, o aliarse con una y mediar un acuerdo entre ambas.
Esta disyuntiva fue la culpable de que los años para él pasaran en vano. No fue capaz de concretar ninguno de sus proyectos porque la protesta anatómica que llevaba en sí no le permitía dedicarse a otra cosa. Y si osaba a intentarlo, los nefastos resultados acababan por quemarlo todo.
Sólo lo vi esa vez, y si no fuera por una conversación de pasillo jamás lo hubiera recordado. La señora de la junta de vecinos (caricatura recurrente en Santiago: gordita con vestido floreado) me comentó hace un par de días lo que pasó con este niño.
Los años sólo le llevaron infecciones que finalmente contribuyeron a que la amputación fuese un mal necesario, para conservar al menos una parte del niño viva. Pero fue inútil.
Nadie nunca supo su nombre, por lo tanto no reclamaron su cuerpo. Y al igual que su recuerdo, sus restos desaparecieron perdidos entre un montón de frascos con polvo.