30.5.09

De-forme

Se tomaban las manos y hacían rondas alrededor de los árboles. Cada uno tenía una deformidad distinta. Estos tres eran los hijos bastardos de la evolución.
Mientras giraban se apretaban las manos, dejando fluir a través de ellas el calor de la fraternidad, ese bien que tanto les hacía falta.
Dicha actividad era un ritual de todos los días, que duraba hasta que el cansancio los tomaba prisioneros. Cuando eso ocurría, pasaban al círculo de conversación, y era ahí cuando compartían las astillas que perforaban sus pieles.
Sacárselas por unos segundos suponía un sacrificio enorme. La herida quedaba al aire, a la vista de todos, y el riesgo de desangrarse por ella era alto. Los tres amigos deformes atribuían eso al precio de la confianza, y la verdad es que aquello no les producía más que un profundo bienestar, y un leve mareo que minutos después olvidaban.
Así era su vida, enterrada y olvidada dentro de un bosque. Lo que ellos no sabían era que había deformes caminando en las urbes del mundo, tapando sus cuernos con sombreros, y sus astillas con cremas hidratantes.

22.5.09

Show

Aplausos. Más aplausos. El ruido inunda el salón con una violencia que revienta tímpanos. Los aplausos cesan, y las manos se van a las orejas. Ya no es un show del escenario hacia los espectadores, sino de los espectadores hacia el escenario.
Moraleja: aplaude, pero no más de lo necesario.

10.5.09

Cemento

Un niño tenía la costumbre de salir a caminar por su barrio, mientras la música le perforaba los oídos y los pensamientos le abultaban el cerebro. Sentía que su conexión con el mundo era más profunda de ese modo, o quizás prefería pensarlo de esa forma para evitar enfrentar el motivo real. Cuando lo hacía, miraba el piso y buscaba en él cualquier cosa, podía ser una moneda o una cajetilla de belmont light vacía, lo que fuera con tal de desviar su atención. La costumbre de no pisar la línea del asfalto lo había aburrido, muchos de sus compañeros comentaban sobre eso, como si fuese una manera absurda de llamar la atención. Lo que él quería no era eso, al contrario. Buscaba en sus salidas un oasis mental donde ordenar sus ideas, ya que el peso de la presión que lo circundaba en su día a día no le permitía tal nivel de concentración. Quería pararse frente a su espejo algún día, con la rigidez de quien está seguro de todos los aspectos de sí mismo, sin dudas sobre el laberinto interno que todavía no lograba superar, y aceptarse. No se atrevía a aprender de las personas, le parecían crueles en sus modos, además sabía, como todos, que comentar cualquier tipo de debilidad era un riesgo alto; la gente que andaba en busca de defectos para tapar los propios abundaba. No deseaba tomar ni un mínimo de riesgo, al menos no antes de pararse frente a aquel espejo que proyectaría esa imagen que él tanto deseaba analizar.
Un día el niño, mientras caminaba, creyó tropezarse. Cuando se paró del suelo escuchó que alguien le dijo "no te movai', hueón". Con dicha frase su oasis terminó por desaparecer. Aquel hombre que lo botó le quitó su música, y con ella la esperanza de llegar frente al espejo. Días después, con el shock ya superado, decidió buscar refugio en los estudios. Le dedicaba horas a dicha actividad, tantas como le fueran permitidas. El tiempo pasó, y con él llegaron cosas nuevas. Un día, estando ya grande, casi al superar su adolescencia, decidió estudiar medicina. Por fin logró forjar un sueño, y finalmente lo consiguió.
El niño creció, y ahora vive en una casona perdida en la comuna-ciudad de Las Condes. Su vida está reducida al trabajo y al deseo de llevar cada vez más plata al banco, pero de vez en cuando, cuando escucha música y las notas se deslizan por su oído, puede ver los vestigios de su oasis. Cuando lo hace se dice a sí mismo que nunca es tarde... Sin embargo, siempre llega temprano al trabajo.
 

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