30.7.09

El manual del asesino

Lo primero que hace un asesino después de matar es limpiar su imagen. Bueno, después de eliminar la evidencia, dejar la escena del crimen y desaparecer de la luz pública por un tiempo. En fin. Cuando comienza el condenado intento (condenado porque desde un principio sabe que no lo va a lograr, al menos consigo mismo) crea mentalmente un escenario en que los factores son manipulados de tal forma que la autoindulgencia llegue sola. Necesita imperiosamente autoconvencerse de que el error no fue suyo, y la única forma de lograr eso es justificando, a cualquier precio, el asesinato cometido. Por lo general eso se logra culpando a la víctima de haber incitado el conflicto. Otras veces basta con apelar al odio que se le guardaba al difunto, hecho que con la ayuda de un malogrado sentido común termina siendo la carta de perdón que en su envoltorio tiene igual remitente y destinatario. De todas maneras, en la mayoría de los casos se suele culpar a la víctima.
Una vez logrados estos objetivos el asesino adopta la personalidad del inocente, de quien nada hizo excepto apelar al sentido de supervivencia y de autoconservación de la especie. Con dicha personalidad el asesino comienza a relacionarse, y a sembrar la semilla de la confianza en cada persona que toca, haciéndole creer que él no es más que una blanca paloma cuyos recuerdos no son más que lindas tardes de verano al sol leyendo una revista y tomando Coca-Cola.
Sin embargo, y a pesar de todos los esfuerzos por dar un paso hacia el olvido, de vez en cuando la cara del difunto visita los recuerdos del asesino como una maldición que no quiere desaparecer. Cuando eso ocurre al asesino le basta con prender un cigarro, o en su defecto un caño, para desviar la mente hacia otros sectores más agradables como por ejemplo la proyección de vida, que por lo general está constituida por un enorme hogar, muchos hijos y una señora estúpida y complaciente.
Finalmente, después de unos años, la vejez junto a su terquedad correspondiente logra conceder la absolución completa. El paso de los días suele degenerar los recuerdos, acomodándolos más a lo pensado que a lo realmente vivido, permitiendo la muerte tranquila y sin remordimientos.
Para finalizar, debo hacer tres alcances con respecto a mi guía del comportamiento del asesino. En primer lugar, para que se cumpla es necesario que el asesinato nazca de la casualidad, ya que la premeditación desvía aún más el comportamiento y suele acabar en el suicidio. En segundo lugar, es importante aclarar que este patrón de conducta rige solamente a los hombres, puesto que las mujeres suelen tener reacciones mucho más elaboradas y perseguidas que, a diferencia de los hombres, en la mayoría de las veces las llevan a la victoria. Y en tercer y último lugar, es de imperiosa necesidad aclarar que los asesinos que cumplen este parámetro de conducta asesinan sólo una vez, porque de no ser así no se arrepienten honestamente, guiando su modus operandi hacia extremos aún más oscuros del comportamiento humano.

21.7.09

Dictadura del comportamiento

Rodeado de ladrillos rojizos descansa el rey de la retórica redonda llena de infortunios. Sus fieles lo escuchan atentos, poniéndole especial atención a sus ojos, mientras que ideas o recuerdos de cualquier índole llegan a sus mentes en forma de batallón ruidoso. Todo suena más fuerte si se osa a obviar las historias del rey. De tanto escucharlas terminaron grabándose a fuego en la memoria de sus oyentes, haciendo prescindible la escucha de las hazañas ya mil veces repetidas. Su pueblo sabe que su amada fue asesinada por un grupo de libertarios en una batalla de libros y argumentos. También es de conocimiento público la triste historia de su familia, cuyos miembros decidieron enfrentar el libre destino de la horca. El impulso que los llevó a eso es todavía desconocido, aunque las brujas y los ladrones dicen que al nacer el rey sus familiares captaron una vibra maléfica que, camuflada en unos brillantes ojos celestes, no fue suficiente para que alguno de ellos se atreviese a matarlo. Finalmente, después de decidir por apartarse del atroz porvenir, prepararon una cena de primera categoría, se confesaron y acudieron en fila al establo. Diez días después fueron encontrados por una vecina que, según ella, no soportaba el olor a herejía. Cuando aquello ocurrió el rey tenía apenas tres semanas.
Al cumplir el año ya era reconocido como el rey más joven de su dinastía eterna y conservadora. Las dulces nodrizas lo arropaban con seda y lo dejaban reposar sobre cojines de plumas importados directamente desde el cielo. Era el regalón, y no sólo porque fuese el único heredero de un imperio levantado sobre tablas endebles de mentira e hipocresía, sino porque se tenía esperanza en él. Durante el último reinado, en forma completamente clandestina, se habían hecho investigaciones sobre la factibilidad de la honestidad en las relaciones humanas, y los resultados no hicieron más que actuar como fertilizante para el deseo de alcanzarla. El espíritu humano se había inflado de sobremanera, y el rey era la persona indicada para guiar a todos a través del camino de la verdad. Al menos, eso era lo que se creía.
Con el paso de los años el rey demostró pertenecer a una escuela muy parecida a la de sus padres, pero con el trauma latente sumado a sus percepciones totalitarias del mundo. No había derecho a la verdad ni al respeto. Durante aquel período, cualquier persona que fuese encontrada en algún acto de naturaleza monógama era llevada inmediatamente a la hoguera, bajo el cargo de atentar en contra de la idiosincracia propuesta por la corona. Era peor aún para aquellos que osaban a prestar ayuda desinteresada, ya que las torturas estaban a la orden del día y el que no moría de dolor, lo hacía de locura.
El pueblo, decepcionado, organizó grupos armados encargados de oponerse a la dictadura del comportamiento. Muchos murieron en esas guerras civiles, que fueron tan numerosas como la cantidad de muertos. Hubo en ellas muchos atentados, siendo el más importante aquel donde las bombas volaron por los aires a los caballos y a la reina, mujer de belleza envidiable y dudosa inteligencia. Aún así las peticiones fueron evadidas, dejando como única opción la hoguera para la reina -es decir, sus restos- que, según dicen, se quemó sin dejar caer su corona derretida.
Los años siguieron pasando, y a medida que la población disminuía en número también disminuía el deseo de oponerse. La ira fue vestida de gala y se manifestaba solamente a través de comentarios políticamente correctos, que si bien no alcanzaban a desahogar las frustraciones adquiridas a pulso daban una sensación de poder que se asemejaba a la paz.
Ahora el rey está viejo. Sus más cercanos saben que se arrepiente enormemente de muchas de sus decisiones, ya que la mayoría fueron en contra de sus principios más íntimos. Sin embargo, pesaron más en la espalda las lápidas de sus familiares que sus deseos por una sociedad recta.
Al morir dejará a su hijo, y tal vez, sólo tal vez, la historia se repita. Ya dicen las brujas y los ladrones que hay olas de esperanza esperándolo a él. Y hay otros que piden sólo una cosa: que el pueblo desarrolle la memoria histórica.

18.7.09

Ira en la locomoción colectiva

Hoy me tocó un conductor muy particular en la micro. Lo digo porque tuve una visión panorámica de su comportamiento, ya que mi espíritu de autocuidado (que a veces me ataca con fuerza) me impulsó a sentarme en el primer asiento. A través del espejo retrovisor veía su rostro perfectamente. En términos específicos, podía notar la mutación de sus facciones al ver a las personas esperando en el paradero de forma tan, pero tan cercana, que su odio hacia el prójimo me llegaba como un olor a podrido. El conductor estaba enojado, irritado, tal vez drogado. Lo raro fue que un par de veces me dirigió la mirada a través del retrovisor, y extrañamente no me miró con odio, sino con una expresión cansada, lo que me llevó a sentir una suerte de conexión con él, el conductor desdichado. Había un hilo de empatía entre nosotros, posiblemente por el hastío, que en su caso era menos que manejable.
Cuando ya llevaba alrededor de 15 minutos en la micro, creyendo que su cólera lo iba a obligar a pararla para echarnos a gritos de ella, metió su mano en el bolsillo y sacó un cigarro. Sus facciones tensas se relajaron un poco con el humo, pero no del todo. Manejaba rápido, evitando algunos paraderos donde señoras menopáusicas esperaban su transporte para ir a controlarse la presión y después llevar montones de exámenes a su casa en una bolsa que guardarían en un cajón de la cómoda.
Pensé en preguntarle ¿te molesta que saque uno?, pero me arrepentí a último momento. Era un acto de sumo egoísmo el interrumpir su momento de relajo, sobre todo tomando en cuenta que mi petición era, de manera expresa, un abuso.
Al llegar a mi destino preferí no tocar el timbre de la micro. Simplemente lo miré y le dije aquí por favor. Me miró tranquilo, detuvo la micro y abrió la puerta. Me bajé, prendí un cigarro y no me sentí solo; existen más personas como yo.

6.7.09

Amputación

Es extraño el cómo la mente de los "clientes" siempre trata de limpiarse, de volver a sus ridículas mentecitas de origen puritano chanta... siempre la CULPA será del otro, debe ser así pues en la negación de la propia carne está la inmolación que permite volver a besar las marianas mejillas de la madre... y comer de su pan, por supuesto.
¡Vayan con Dios, niñitos, y cástrense en su gloria!

5.7.09

Llamada

Cierto adolescente descarriado toma su celular y marca rápidamente el número de su mejor amiga. Está completamente descompuesto. No sabe bien qué decirle a su amiga, o mejor dicho, no sabe cómo decírselo. Mientras suena el tono, da vueltas en su pieza. Toma algunos adornos y los analiza como nunca antes lo había hecho. Varios de ellos todavía tienen las etiquetas puestas, así que decide sacar esos autoadhesivos con sus respectivos códigos de barra gastados. Lo hace hasta que su amiga le contesta. Hablan sobre el colegio unos minutos.
- ¿Por qué tienes esa voz? ¿Pasa algo?
El joven, con su voz temblorosa, le contesta a su amiga que está preocupado. Le recuerda que frente a la ventana de su pieza hay un paradero de micro.
- No creo que el paradero te tenga tan preocupado, ¿o sí?
Casi sin voz, el joven le replica que lo que le preocupa no es el paradero, sino lo que hay en él.
- Hace tres días que me veo a mí mismo esperando ahí. Lo peor de todo es que no pasan micros, y con cada minuto que pasa, con cada segundo, se hace más oscuro.
 

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