29.6.09

Verborrea

Nada mejor que una alta dosis de Joy Division para una noche lluviosa de invierno. Sí, suena decadente. Sin embargo, para mí no lo es. No sé por qué, pero me hace recordar el gusto que me da ordenar las cosas. En verano, por ejemplo, con treinta grados de calor, dedicaba mañanas enteras a hacer aseo en mi pieza. Pasaba lustramuebles, limpiaba el televisor y mi velador -que tiene un vidrio encima- con multiuso, sacudía la alfombra, y hacía un millón de cosas más para que quedase perfecta. Al final del ritual, prendía un incienso y me echaba en la cama, cansado y feliz.
No sé si dicha costumbre habrá sido una manifestación encubierta de algún trastorno obsesivocompulsivo que tenga, pero la verdad es que amaba, y todavía amo, esa sensación.
A pesar de eso, ahora que hace frío, no soy capaz de hacerlo. Es como si hubiese desarrollado anticuerpos con los elementos de aseo -por suerte no con los de aseo personal-. Ese detalle, junto a muchos otros, lo atribuyo al frío.
Es verdad eso que dicen de que las cosas se congelan en invierno. No es sólo en la cordillera, sino también en uno mismo.

25.6.09

Des-fragmentación

No hay peor sensación que la de estar obligado a vivir una vida fragmentada. Una vida compuesta por pedazos huecos que solos no significan nada, pero que juntos significan nada... nada más uno. Y sé que no es fácil entender algunas ideas si se le agregan números, pero en este caso es necesario. Eso me recordó que, en mi interior, odio el afán del ser humano por clasificar numéricamente fenómenos que no son ni medianamente cuantificables. Supongo que de ahí nació mi antagonismo con los números.
Volviendo a los fragmentos, puedo agregar que la norma impuesta de la división de escenarios, ejemplificada en el yo-trabajo, yo-estudio, yo-miembro de mi familia, yo-en mi casa, yo-en la micro, me parece pésima. Es una obligación social, un empujón de suave daño, un escupo en los dientes que actúa en desmedro de la identidad. Dichas fragmentaciones terminan formando un laberinto donde uno ya no sabe cuál de todas las facetas es la propia. Ni siquiera los espejos ayudan a dilucidar esa duda, ya que la imagen que devuelven depende de la hora del día en que nos coloquemos frente a ellos.
La guerra que ahora lucho, en conclusión, es contra esa fragmentación. Invito entonces a los ociosos y a los eruditos a pensar en ello.
¿A quién no le molesta tener que ser alguien en un lugar, y otro en otro?

17.6.09

Belleza Latinoamericana

Hoy en la mañana, cuando saqué la basura, vi una bolsa dar vueltas en el aire y recordé una escena de Belleza Americana. Me acordé precisamente de esa parte en que el vecino psicópata le mostraba el video de la súper bolsa existencialista a su polola, mientras le decía que a veces había tanta belleza en el mundo que no se sentía capaz de soportarla.
Una o dos veces me he sentido como él. Al borde de llorar por emoción, sintiendo las entrañas en el cuello y queriendo que aquella sensación (des)agradable se quedase conmigo para siempre. Pero cuando recordé la escena estaba lejos de eso, sintiendo como único impulso el deseo de dejar la basura en el tambor porque el olor ya me estaba matando.
Esperé por un minuto (en realidad por varios) que aquella bolsa blanca llena de migas de pan me dijera algo. Podía ser cualquier cosa, incluso una frase prefabricada o algún garabato. Sin embargo, la bolsa cayó. Odié al viento por unos segundos, dejé el tambor de la basura en su lugar y cerré la puerta de calle. Tal vez si hubiera tenido una grabadora las cosas hubiesen sido distintas.

5.6.09

Aseo

Cerré las compuertas del castillo. Dentro de él sólo quedaron un par de gárgolas que venían cuando lo compré, y el laberinto de arbusto que jamás he regado.
Una de las principales motivaciones que me llevaron a comprarlo fue la presencia de dicho laberinto. Majestuoso en forma, compuesto por miles de caminos que desembocan en otro y no terminan a menos que se haga la combinación perfecta, cosa que nunca he podido lograr.
Ahora está seco, y basta con pararse en una silla para ver su centro. Sin duda es una vista desoladora, pues entre las hojas amarillas y los esqueletos de quienes murieron en la arriesgada travesía hacia el centro, se puede ver una mesa de madera que en su cubierta tiene una hoja en blanco junto a un lápiz.
A veces paseo por sus alrededores como excusa para evitar sacudir los viejos muebles del castillo. El silencio que envuelve los restos de lo que alguna vez fue un laberinto me relaja. Pero, lamentablemente, eso es temporal. Sé que tarde o temprano tendré que entrar al castillo, hacer aseo, y llenarlo de adornos baratos y de mal gusto. O idealmente, podría tomar la hoja y el papel, y ponerme a regar.

3.6.09

An occasional dream

Cuando compré mi boleto especifiqué que quería irme al lado de la ventana. No hay nada peor que viajar mirando el pasillo, lleno de señores roncando y niños que no se quedan tranquilos. Mirar por la ventana, en cambio, es una invitación a formar parte del viaje.
Antes de partir me abrigué lo más que pude. Era invierno, y preferí evitar resfriarme, sobre todo con eso de la gripe humana dando vueltas.
Me puse los audífonos mientras miraba por la ventana, permitiéndole a Bowie hacerme parte de su odisea espacial, y comencé el clásico divagar de quien no se explica el porqué. Al mismo tiempo, iban pidiéndonos los nombres y teléfonos de referencia para que, en caso de algún accidente, pudieran informarle a nuestros familiares que estábamos muertos. Y no sé por qué, pero en vez de dar mi teléfono inventé uno. Supongo que quise desenmarcarme un poco de mi historia.
El viaje me hizo darme cuenta de que me había vuelto un caballero errante, cuyas cavilaciones no pesaban más que una pluma y cuyo destino era un gran signo de pregunta.
Cuando tomé la decisión de viajar compré el boleto más barato, sin importar para dónde fuera, ni cuántas horas estaría arriba del bus.
Me tomó veinte horas llegar a mi destino. Lo primero que hice fue poner los pies en la alfombra y cerrar la ventana. Despertar tan de golpe siempre me ha puesto de mal humor.
 

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